Mal tiempo, Semana Santa y el 90
cumpleaños de mi padre nos han impedido salir hasta hoy. Pep propone continuar
subiendo el valle de la Riera de Merlès, reanudando desde donde lo dejó con
Carles en marzo. Esto implicaría entrar en el municipio de La Quar, en la zona
de Les Heures. Hoy, nos acompaña mi hijo Anthony, que ha subido a Berga para
desestresarse. La verdad es que ha aprendido a disfrutar de nuestras salidas y
aprovecha la ocasión para escuchar las sabias palabras de Pep.
En el coche, vamos remontando la
carretera que bordea la Riera de Merlès. Mientras Pep aparca cerca de la casa
de Montclús, Anthony comparte sus reflexiones durante el viaje: “Os hace falta
un perro. Una mascota que espere impacientemente el momento de abrir la puerta
del coche para salir corriendo a descubrir cosas nuevas”. Nos quedamos
pensativos unos segundos. “No”, contesto finalmente. “Para eso no nos hace
falta el perro. Ya lo hace Carles”.
Liquidado el tema del perro, cruzamos
a la ribera izquierda de la Riera por un puente y vamos caminando hacia el
norte por una pista. La estrategia es ir bajando a la Riera cada vez que se ve una extensión importante de roca para ver si hay agujeros. Tras las lluvias del
último mes, el agua baja con una alegría que hace muchos meses que no hemos
visto.
Uno de los tramos de la Riera de Merlès
Así vamos contando agujeros hasta
llegar al Gorg de les Heures, un lugar donde la Riera se estrecha, formando un
angosto pasillo y luego se ensancha, con una amplia explanada de roca muy
popular en verano para bañarse. Mientras Pep va corriendo de un lado a otro,
documentando agujeros de antiguas pasarelas, nosotros le contemplamos desde el
puente, compartiendo un pequeño tentempié y conversando. “¡Filistinos!”, nos
reprocha cuando llega al puente. “A mí basta la historia para alimentarme”.
La entrada al Gorg de Les Heures
Pero enseguida le pasa la indignación; cruzamos la carretera y entramos en una zona de bosque bajo la casa de Les
Heures. Siguiendo el pequeño valle del arroyo, llegamos a unos campos donde el valle se
ensancha. Allí hay un cerezo en flor, un roble centenario y, a la derecha, una
serie de terrazas con unas construcciones en el hueco de una roca. Es la
Balma de Les Heures. Quitando a Pep, ninguno de nosotros había estado aquí
antes. Es un entorno idílico, perfecto para picnics. Exploramos el interior de
la Balma. Su último uso era como almacén y corral pero Pep está convencido que
en la Edad Media, era una vivienda.
El entorno de la Balma de Les Heures, que se ve al fondo
Vista del interior
Y desde la 'terraza'
Subimos a una pista detrás de la Balma
e iniciamos un largo ascenso con una pendiente suave, primero subiendo el Rec
de Les Heures, pasando por el Baga de les Heures y luego entrando en el valle
del Torrent Llarg. Esta zona también se escapó de los incendios de 1994 y es un
bosque maduro de pino albar. Mientras Pep y Carles van delante, yo sigo unos 50
metros detrás, disfrutando del bosque y el canto de los pájaros. Y detrás mío,
viene Anthony, como un alma en pena, arrastrando los pies y consultando su
móvil cada 10 minutos. Más tarde, me confesará que aquella pista se le hizo
eterna. “Las pistas son para hacer en coche, no para caminar”, sentencia.
Llegamos a un cruce de pistas. Allí
hay un estanque con pequeñas carpas rojas. “Alguien vació allí una pecera”,
pienso. Pep propone comer en la casa de Puigcercós y continúa por la pista al
otro lado del cruce, que sube con bastante pendiente. De repente se para. “No
vamos bien”, y damos media vuelta y giramos por la pista que estaba a la
izquierda en el cruce, hacia el sur. Salimos del bosque en una especie de planicie,
con la casa de Colldesegrià a la vista. “Por aquí hay unas tinas”, musita.
“Nunca las he encontrado”, y gira hacia el oeste. Pero al cabo de unos 100
metros, desiste. “No las vamos a encontrar y se nos hará tarde” y da media
vuelta. Miro a Pep preocupado. No estamos acostumbrados a tanta indecisión.
Vemos la casa de Puigcercós desde el otro lado del valle. En el fondo, Puigmal nevado
Salimos a la cresta y, al otro lado
del valle, vemos la casa de Puigcercós en ruinas, sobre otro llano. “Había que
tomar la pista a la derecha en el cruce”, concluye Pep. Continuamos por la
pista hacia el sur. “¿Por dónde queréis bajar?”, pregunta Pep. “Podemos bajar
por aquí e ir La Mora o continuar un poco más y bajar por Montclús. Los dos
sitios me interesan pero por La Mora habrá más asfalto”. “Que haya el mínimo de
asfalto”, interpone Anthony. “Pues, en honor a nuestro invitado, así se hará”,
dice Pep.
Continuamos por la pista, parando en
una explanada de roca para comer. Pasamos bajo una línea de alta tensión y poco
después, Pep encara ya la bajada, sin camino como es su costumbre. Vamos
bajando como podemos por una pendiente fuerte y rocosa, con plantas espinosas
que nos rascan y pinchan. Detrás mío, Anthony intenta buscar la ruta menos
dolorosa pero con poca suerte. Está claro que jugar al tenis en Barcelona no
prepara para bajar estas cuestas.
Ante sus quejas, desde más abajo
Carles contesta: “Es culpa tuya. Tú elegiste venir aquí”. “Sí, ‘mínimo de
asfalto’, dijiste”, corroboro. “Con lo bonito que es el asfalto”, concluye
Carles. Pero cuando parece que tendremos bajar toda esa cuesta dando tumbos, vemos
un camino a unos 200 metros hacia el norte y nos lanzamos directamente hacia él
como si fuera una balsa salvavidas. Cuando llegamos, parece hecho más por motos
que por personas pero está despejado y nos lleva hacia abajo sin más percances.
Desde allí, Pep nos lleva hacia un
rectángulo de piedras en un llano rocoso encima de la casa de Montclús. “Aquí
excavaron”, dice Pep. “Había cerámica del siglo IX-X”. Medio kilómetro después,
estamos en el coche.
Todo lo que queda de la casa medieval de Montclús
Con eso, damos por concluida la salida de hoy. 17,2 km; 450 metros de
desnivel acumulado.
La primavera avanza imparable en Montclús
P.S. El día siguiente, Anthony no se levantó hasta mediodía. Estaba destrozado,
pobrecito.
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