El día está despejado y aparcamos en el aparcamiento público en Porta. Sabíamos que hacía viento pero nada nos preparó para el huracán glacial que nos embistió nada más salir del coche. Nos volvemos a refugiar en el coche mientras el viento aúlla a nuestro alrededor. "¿Qué temperatura marcaba?", pregunto. "Creo que eran 7 grados", dice Pep. "Hay un bar aquí. Igual hay algo bueno en la tele", propongo a modo de actividad alternativa. Pero nosotros somos unos valientes y no hemos venido aquí a pasar el día en el bar. Nos abrigamos y volvemos a salir. Cruzamos la carretera lo más rápido que podemos y empezamos a subir la pista que nos llevará a la Ribera de Campcardós, un valle protegido del norte.
Efectivamente, a medida que entramos en el valle, el viento amaina. Ya no tenemos que apretar los dientes y luchar contra los elementos y podemos empezar a fijarnos en nuestro entorno. Vamos subiendo por campos parcelados. Más arriba son campos de forraje, cada parcela con su barraca de piedra. Aquí los amantes de la piedra seca estarían de enhorabuena. Y más arriba todavía, son prados de pasturar.
Entrando en la zona de barracas
Pasamos por encima de un lago seco, convertido otra vez en río y justo cuando vemos la tierra blanca que da a la Portella Blanca su nombre, el viento vuelve a golpear con fuerza pero ahora con la temperatura que corresponde a 2300 metros de altura en lugar de 1500 metros. Volvemos a sacar la ropa de invierno de las mochilas.
El lago seco, mirando hacia Porta
Una zona de meandros
Ahora nos toca subir una amplia planicie, sin ninguna protección contra el viento. A la derecha, vemos un grupo de jabalís comiendo. Nosotros estamos a sotavento y no se dan cuenta de nuestra presencia hasta que ya le hemos dejado atrás. Nos desviamos ligeramente para ver los restos de una avioneta que se estrelló allí hace más de 30 años. “Y luego dicen que volar es seguro”, comenta Pep, a quien saber que sólo tiene aire debajo de los pies le produce un profundo malestar.
Uno de los restos de la avioneta
La última subida hacia la Portella Blanca, en el fondo. El viento era casi ártico; incluso los caballos se cansaron y en la bajada los encontramos abajo entre los árboles
El último kilómetro, con 200 metros de desnivel y el viento en contra, se hace eterno pero por fin pasamos al lado catalán. Nos quedamos un rato contemplando los valles donde tuve que rendirme la semana pasada antes de dar la vuelta e iniciar el descenso.
El paso fronterizo
Vista del Valle de la Llosa desde la Portella Blanca
Buscamos un sitio resguardado para almorzar y contemplamos el paisaje. Abro mi última botella de cerveza inglesa, Poacher’s Choice, nuestra preferida como sabrán mis lectores asiduos. Los senderistas van pasando a unos 200 metros de nosotros pero no nos ven, escondidos en un hueco bajo una roca. Valoramos las posibilidades de reciclarnos en bandoleros de verano: a una media de 100 euros por cabeza, serían 1.000 euros por una tarde de trabajo pero lo acabamos descartando. El segundo día, ya tendríamos policías de 3 países encima nuestro.
Vista del viaje de vuelta
Acabada la tertulia, salimos de nuestro refugio para encararnos nuevamente con el viento pero ahora lo tenemos a la espalda y es más soportable. En la zona de prados, interrumpimos a los buitres del valle que estaban almorzando una vaca que, por el olor, ya debía llevar varios días muerta. Curiosamente, en la subida, no la habíamos visto.
Algunos buitres esperan que nos vayamos para continuir con el festín
Después de tantos kilómetros, me es imposible mantener el ritmo de Pep en la bajada, así que cada uno baja solo, separado por unos 100 metros, con la compañía de sus pensamientos. Seguramente cuando viene Carles, habla de cosas más serias y más fructíferas pero me gustaría pensar que conmigo, Pep se ríe más.
Con eso, damos por concluida la salida de hoy. 20 km; 1.025 metros de desnivel acumulado.
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