Aparcamos el coche cerca de la mina pero en la corta bajada
por la pista, Pep se ha fijado en la tierra negra y algo polvorienta y decide
que hay que investigar eso. Por lo tanto, los próximos 30 minutos se dedican a
recorrer escombreras y antiguas galerías, ahora hundidas, que indicarían una
antigua explotación. Sigo a Pep con un ojo en las mariposas que empiezan a
despertarse, pero no puedo compartir su emoción ante esas pilas de tierra
negruzca.
El cargador de la mina de Graell
Luego, desde el cargador de la mina, vamos siguiendo la
hilera de torres, construidas a media cuesta a la izquierda de la pista que
baja a Peguera. Cada torre tenía su camino de acceso, ahora medio borrado. Pero
en una llamada urgente de la naturaleza, les pierdo de vista y paso 20 minutos
esperándoles en la pista. “¿Por qué me habéis abandonado?”, les reprocho. “No
te abandonamos; tú te fuiste. Sólo tenías que seguir el camino”, me replica Pep.
“¿Qué camino?”, protesto. “Si casi no se ven”. Pero es una discusión estéril y
más vale ahorrar fuerzas para subir y bajar esas cuestas rocosas. La línea de
torres continúa paralela a la pista de Col d’Hortons hasta que, en cierto
momento, deja las rocas para cruzar los campos hacia el antiguo ferrocarril.
Una de las bases de teleférico, colgada entre las rocas
Antes de cruzar el torrente de Peguera, comemos. Ahora toca
buscar las torres del teleférico de Moripol que nos saltamos en la salida de
hace dos semanas. Nos plantamos en el descargador al lado del torrente y
encaramos la cuesta delante nuestro. Es en este momento que empieza una de esas
experiencias especiales, quizás similar, salvando las distancias, a lo que
debían sentir los primeros exploradores que descubrieron los templos aztecos
perdidos en la selva. En una distancia de unos 180 metros y 50 metros de
desnivel, contamos 13 pares de columnas con la parte superior inclinada y un
espacio horizontal de unos 5-6 metros entre cada columna, como si encima
hubiera unos raíles para bajar los troncos de lado. Y arriba de todo, unos
edificios y estructuras donde debía haber toda la maquinaria, y un camino que
se aleja de todo eso hacia la derecha y la izquierda.
Uno de los pares de columnas
El edificio principal
Y este extraño arco en una posición desplazada de las columnas
Giramos hacia la derecha,
nuevamente hacia Peguera, anotando otras dos posibles torres. Continúa un
camino interesante, con derivaciones también interesantes, que decidimos
seguir.
Finalmente, salimos en una antigua pista que acaba en una
explanada elevada, desde la cual continúa otra pista antigua que muere en una
base de puente frente a la Mina del Gorg, la mina que encontramos cerca del
molino. Deducimos que sacaron el carbón con carros, cruzando el torrente por un
puente de troncos.
El Gorg; la mina está en las rocas a la izquierda
Pasamos nuevamente por el pueblo. Para los que no lo sabéis,
toda la finca de Peguera acabó siendo propiedad del Conde de Figols y, a su
muerte, la heredó su familia. Sin duda, fue causa de mil discusiones agrias
entre hermanos, primos, tíos y sobrinos que nunca pudieron ponerse de acuerdo
sobre qué hacer con ese pueblo. Luego un alemán consiguió convencer a un jeque
kuwaití que era una buena inversión y puso tanto dinero sobre la mesa que la
familia se avino a vender.
Parece que la primera idea del alemán fue crear un centro de
aves rapaces pero hubo problemas burocráticos y no prosperó. Pero luego hubo
otra idea aún más ambiciosa: convertir la Cantina en un hotel de 5 estrellas y
el pueblo en una urbanización de lujo. En plena crisis, todo el mundo, desde el
ayuntamiento de Figols hasta la Generalitat, vio un proyecto que traería ese
tan ansiado ‘turismo de calidad’, las trabas burocráticas se desvanecieron y se
otorgaron todos los permisos necesarios. Desde entonces, por suerte para este
entorno privilegiado, ha vuelto a quedar parado por falta de inversores.
¿No os parece un emplazamiento perfecto para un campo de golf?
Mientras caminamos hacia el Graell, intento ponerme en la
piel de un especulador sin escrúpulos que no supiera que aquí es donde hay más
días nublados en todo el Berguedà, lo duro y largo que es el invierno y lo
corto que es el verano y, la verdad, yo también me lanzaría.
Bajando el grau de Graell
Bajamos el ‘grau’ del Graell, un estrecho y algo resbaladizo
descenso por un pliegue en la roca seguido de un camino plano por el bosque que
nos deja delante del coche. En el viaje de vuelta, Carles, normalmente tan
discreto, no puede reprimir un comentario sobre mi comportamiento. “Desde
luego, Steve, las dos primeras horas parece que estás en otra galaxia”. Miro a
Pep en busca de apoyo. “Es verdad; eres más raro …”. Está claro que soy un
incomprendido.
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