Desde hace días, hace un calor más propio de julio. Y llevo tres días sin poder abrir las ventanas, ni siquiera para dormir, porque están quitando la Uralita del tejado de unos bajos en la finca al lado. Y en el camino al Mikado, ya intuyo que mi rendimiento hoy no será óptimo.
Pep me había pedido traer los mapas de Sant Julià de
Freixens y en el coche, me enteré de que el objetivo era seguir los límites de
la antigua parroquia, un estatus que perdió en el siglo XIV. Joan enumera un
sinfín de casas mencionadas en los documentos que ha leído. Pero también había
otro motivo que en aquel momento no llegué a comprender y que explicaré más
adelante.
Aparcamos en la carretera, cerca del camping El Berguedà.
Empezamos caminando por la carretera hacia La Foradada pero Pep no tarda en
agobiarse por el paso continuo de vehículos y baja en línea recta por el bosque
hasta encontrar el camino de la Xarxa Lenta que va al mismo sitio.
En aquel descenso precario, me doy cuenta que tendré que ser
muy consciente de dónde pongo los pies y cómo muevo las rodillas y que,
efectivamente, hoy no será mi mejor día.
Salimos otra vez a la carretera y empezamos a subir el
camino que antes se usaba para bajar a la carretera desde Vallcebre. Arriba hay
un molino que aprovecha el espacio disponible de una manera muy curiosa,
construido en el siglo XIX, y que he mencionado en alguna entrada anterior. Pep
lleva a los jóvenes a verlo pero yo me quedo en el puente esperándolos. Me
parece que la vegetación ha tapado gran parte de su interior desde la última
vez que estuvimos aquí.
El teleférico encima de La Foradada |
El próximo paso es subir la línea de la ‘cinglera’ hasta el Mirador de Cap Deig, ya que aparentemente marcaba el límite de la parroquia. Son 150 metros de desnivel y ya hace mucho calor. La roca calcárea reverbera con la luz y el calor del sol y el gradiente cada vez cuesta más de subir.
Vista general de las Cingles de Vallcebre y la hendidura de La Foradada |
Uno de mis lectores ingleses del blog, un ecologista profesional que también se llama Paul, me dice que debería ser más duro con Pol e insistir más en las incongruencias de sus creencias religiosas. Una broma sobre garrapatas es muy poca cosa, me dijo en nuestro último Zoom. Pero ¿cómo puedo ser duro con él si es el que más me cuida: me ayuda a cruzar las vallas, me envía fotos, y en los pasos difíciles, noto su mirada atenta.
Vista de Sant Julià de Freixens, con la Cantina y la Escola a la izquierda, la línea de vegetación que marca la Ruta de Picasso debajo de la iglesia y las ruinas de El Cofinar encima de la iglesia |
Seguimos subiendo por la pendiente hasta llegar a la casa llamada La Batalla y luego por un camino medio borrado que sube una especie de vaguada y luego pasa al lado de la Roca de Girbets. Aquí el paisaje se abre, vemos grandes prados pero nosotros continuamos por el bosque, separados por una valla de alambre. La casa de La Muga está cerca pero no la vemos.
El punto culminante será la Roca del Castellar y todavía
faltan 60-70 metros de desnivel. Llegamos a una valla formada por dos cuerdas
paralelas. Miro cómo la pasan los demás, cada uno a su manera, y me dispongo a
pasar entre las dos cuerdas. De repente, noto un golpe seco en el codo que me
catapulta al suelo. ¿Por qué electrificar la valla en un lugar tan alejado de
todo?, me pregunto. En eso llegamos a un estanque poblado de carpas rojas, como
si fuera una fuente de alguna capital. ¿Qué hacen aquí y quién las trajo?
Tampoco hay respuesta. De repente, salen tres caballos del bosque, ansiosos de
conocernos, pero quizás porque huelen las manzanas que traemos para el
almuerzo. Puede que sean la respuesta a la primera pregunta. Se quedan sin
manzanas pero están de buen humor y se dejan acariciar. Nos siguen un rato
hasta que giramos para subir el cortafuego de una línea eléctrica, momento en
que deciden que estamos locos y entran otra vez en el bosque. Al haber tallado
los árboles, vemos que toda la cuesta está formada por pequeños bancales y
arriba, hay una estructura que podría ser una casa medieval.
Los caballos |
Con la mayor parte del desnivel superado, vamos llaneando hacia la Roca del Castellar. Se ve que había un asentamiento ibérico, ya que se ha encontrado abundante cerámica, pero la aproximación es desde la cara norte por una especie de ‘tartera’. Yo he avisado que no subiré con ellos y Pep me nombra guardián de las mochilas. Tras preguntarles el contenido de sus bocadillos, veo que no llevan nada que me pueda tentar y les aseguro que sus pertenencias estarán seguras conmigo. Después de bajar unos 50 metros, Pep me dice: “Me han puesto dos condiciones para dejarte cuidando las mochilas: que esté cerca del agua y que haya sombra”, y muestra una pequeña península entre dos pequeños arroyos donde hay árboles que dan sombra.
Me acomodo bajo un árbol y leo las últimas noticias sobre el
ataque de Israel a Irán mientras como mi bocadillo. Tanta muerte y destrucción,
pienso, y ninguno de esos hombres tan poderosos cree que debe temer la crisis
medioambiental que ya tenemos aquí.
Después de media hora vuelven. En realidad, les he ido
oyendo casi todo el rato mientras iban subiendo y luego bajando. Por temas de
sombra, me siento al otro lado del pequeño arroyo, lo cual suscita comentarios
sobre el Canal de la Mancha, la insularidad de los británicos y el Brexit. A mí
personalmente, el Brexit no me ha hecho ningún favor.
Iniciamos el descenso por la cuesta, al principio siguiendo
un camino de animales al lado del arroyo y luego sin camino. Será un descenso
muy largo y mi rodilla me avisa que hoy no es el día de hacer tonterías. Bajo a
mi ritmo, asegurando los pasos. Una orquídea a cada 10-15 metros me va marcando
el camino. Cruzamos la carretera de Saldes y seguimos bajando sin camino hasta
llegar a la pista de Ca l’Agustinet. Cada 200 metros hay un cartel que dice que
es propiedad privada. ¿Tanto molestamos? A partir de ahora, seguiremos en gran
parte lo que era promocionado como la Ruta de Picasso, conmemorando el viaje del
pintor a Gòsol. Sin embargo, los tramos sin pista denotan una falta de
mantenimiento. ¿No funcionó y se quedó sin presupuesto? Más preguntas sin
respuesta.
La gran casa de El Solà y el Cadí detrás |
Por fin llegamos a la iglesia de Sant Julià de Freixens. Lo que era la Cantina y la Rectoría han sido restauradas, la Cantina con cierto aire New Age y campanitas chinas que tintinean.
La Cantina, restaurada con mucho cariño |
Subimos a las ruinas de la casa encima de la iglesia, El Cofinar, y allí, por fin, se me revela el segundo propósito de esta salida. Resulta que la familia de Joan por línea materna pasó varias generaciones en esta casa. Al bajar al cementerio, hay varios nichos donde están enterrados antepasados suyos y una tumba con una cruz donde descansan los restos de su tatarabuela.
Joan señala la tumba de su tartarabuela |
Seguimos bajando por la Ruta de Picasso, ahora bastante perdedora, pero al llegar a la altura de Cal Coix, Pep gira a la derecha para buscar el Torrent de Bosoms. Entramos en el bosque y vuelvo a perder a los demás. Tras unas subidas y bajadas, nos volvemos a encontrar y entramos en el camí ral, flanqueado con piedras por cada lado para que los animales no entraran en lo que eran campos.
El camino nos lleva directamente al Torrent de Bosoms, muy
cerca del molino, pero vemos una caída casi vertical de unos 12 metros que nos
impide bajar. “A ver por dónde podemos bajar”, murmulla Pep mientras se asoma
al borde. Justo entonces aparecen cuatro jóvenes del camping cercano en la otra
orilla, buscando un buen sitio para bañarse. “Igual desde donde están ellos,
tienen mejor perspectiva y nos pueden echar una mano”, pienso. “¿Veis algún
sitio para bajar?”, les grito. Nos miran sorprendidos, sin saber qué contestar.
“¡No me lo puedo creer!”, exclama Pep, incrédulo, levantando
las manos a la cabeza mientras se aleja cuesta abajo a toda prisa. “¡Nunca he
pasado tanta vergüenza! ¿Cómo se te ocurre preguntar a esos jóvenes?”. Le
intento explicar lo de la perspectiva, pero ya no me está escuchando.
Bajamos unos 70 metros antes de encontrar un sitio donde se
puede cruzar, con cierta dificultad. Cuando llego a la otra orilla, Pep me está
esperando. “No te lo perdonaré nunca”, me espeta. “Después de mí, eres la
persona que más sabe del Berguedà. Ni con un brazo roto, deberías pedir ayuda a
gente como esa. Bueno, con una pierna rota quizá sería permisible, pero con un
brazo roto no; un brazo roto no impide caminar”.
Llegamos al camino que va al Molino de Bosoms. Pep sigue
moviendo la cabeza, superado por la gravedad de mi falta: “Veinticinco años de
enseñanza, impartida con constancia y esmero, borrados en un instante”, lamenta.
“Desde que cumplí los 70, he perdido algunas inhibiciones”, argumento en mi
defensa.
Llegamos a la balsa del molino y vemos otras dos chicas que
bajan a refrescarse. “Ni se te ocurra preguntarles donde está el Molino de
Bosoms”, me advierte Pep. Me tapo la boca con la mano y niego con la cabeza.
Una vez alejado el peligro, continuamos por el camino a la Font de la Foradada
y la carretera, pero cuando llegamos a la altura del camping, Pep gira a la
izquierda como para entrar en el camping. Luego sube a cierta distancia de la
valla por un caos de ramas y vegetación cortada. “Quizás sería mejor coger el
otro camino”, sugiero temerosamente. “No pienso hacerte caso”, me contesta y
sigue subiendo. Al final, llegamos a la carretera, justo delante del coche.
En el camino de vuelta, Pep enciende la radio. La locutora
anuncia la propuesta del Departament d’Educació de prohibir los móviles en las
aulas hasta el bachillerato. Pep asiente con la cabeza. “Sí, señor”, dice y
luego me mira a mí. “A ti te voy a hacer lo mismo”, me dice. “Prohibido mirar
el móvil durante las salidas. A ver si prestas más atención”.
Con eso, damos por concluida la salida de hoy. 10,3 km; 580 metros de
desnivel acumulado (100 metros menos para mí). Pero mis piernas no creen el GPS
y me dicen que hemos caminado el doble.